Saturday, August 29, 2015

Todo sobre la fase lunar. Ella estaba desnuda en un mar de mertiolate, ella se agitaba como el viento, como el tiempo, como una renuncia de ser en la almohada ajena, en el capricho español sobre el edredón de pana. Ella almibarada. Ella alicaída por la fuerza de la palabra, jineteando el tedio frente a la ventana de su dormitorio, comiendo un yogurt que sabe a manzanilla, por los acoples, por su estatura, siempre recorriendo el mundo como si se tratara de una manzana, la luz llena de labios, los muñecos a la intemperie, un embarazo de tiernas madrugadas y fuegos en los ojos azules, en la canción de cuna en la que desespera como si fuera una maniobra de anillos o sainetes, en el pelo vertical donde se van apagando los sueldos y las escaleras con los miembros amputados, la noble verdad de haber nacido para que mientan las estrellas, para la verborrea que se repliega en un fruto o en una hinchazón, las lágrimas que dejan descansar una mosca en la mermelada, jugando con los matices para ser el rescatado de la aurora, en el templo mezquino del odio, todo es naufragio menos la arpillera que cubre el manto de los niños, la bestia que se deshace como se deshacen los mundos, a pura temperatura y lluvias y ciclones, como se suele llamar lo podrido que se va resolviendo en semilla de loto, en el medio del pantano, las vísceras, el sol, las manos apuñaladas, el pobre enano que se conmueve con el caballo blanco rocía las puntas del pespunte de la palabra de papel que es como tu mirada , como tu sonrisa llena de sándalo, los pies desnudos, la porcelana, el terciopelo, la túnica que estalla en rojos y amarillos, siempre que llegas del lado de la dicha es como si estuvieras buscando algodones en las heridas, en la vieja zafra donde vas trabajando hasta que quema la miseria, los verdaderos trujamanes, todos los titiriteros alineados para hacer morir los muñecos sobre las olas asesinas, si tuvieras al borde del parnaso el dulce jazmín de los sueños a la luz de una vela yo te daría el aire de mis pulmones como quien da la vida en el plexo de la luz solar, en los dedos musicales, la raíz originaria de esta tierra bendita en las manos que arrancan el nombre de la muralla, en la edad de la vejez que se va llevando como un socavón, con los dos bastones para irse muriendo por las veredas, con la piel como un mapa lleno de montañas y llanuras con cielos grises de vejez, con olor a tabaco, con nubes que se parecen al pergamino, con botellas llenas de anís o corazones de viejos ombligos de nieve, ombligos apretados, que suelen balbucear el nombre de la placenta, la cabellera anochecida por todas las banderas desplegadas y un nudo y un muro como la palabra realidad de tenazas o martillos para golpear las paredes de tu grito en ese árbol que renace cada día como el último árbol de la madrugada.

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