Saturday, September 12, 2015

He practicado la desolación. Caminé por el mundo, extraviado. Buenos aires cambia de rostro según los acontecimientos; es una ciudad que se muestra esquiva, ruidosa, de alma gris y largos inviernos cuando cabe la traición y el desamparo, cuando en sus muros reina la soledad como una agonía, como el invento de un mecanismo para morir, un veneno que gotea. Corrí por viejas autopistas y paradores, por la ruta de los palacios, por los campos nevados y las aldeas y ahora que no estas, solo encuentro una forma de nombrarte entre plazas y arboledas o trenes que atraviesan la noche de tu mirada con el misterio de tu cuerpo, voy de ciudad en ciudad y me llevo lo que sos en la música distante, en tus manos de arena, mientras caigo en el humo de un saxofón, jugando a las cartas con los gitanos, adivinando el tarot de tu llegada a la estación, con el cuerpo lleno de heridas y silencios, justo cuando tocan la música de tu grito en alguna distancia de los caminos de tierra en el campo, del pueblo de Silvia, del gremio de los panaderos en tu pan recién cocinado. A veces me justifico a mi mismo como si fuera una mancha en la pared, me dejo llevar por la soledad y siempre recalo en una habitación pequeña en un departamento de Avignon, llevando mis valijas y mi tristeza. Recuerdo que Utrillo pintaba esos momentos. Yo he soñado con buhardillas y he vivido en ellas, con la precariedad de un inmigrante, con las pocas palabras de una ensalada de palabras, sin poder escribir, sin relacionar la mirada de Anita y mi propia mirada, cuando la encontraba en la calle y la perdía de noche y volvía a encontrarla, años mas tarde en una huella del recuerdo, en la memoria de un encuentro en mi propia memoria, apenas un roce, una sonrisa, unas pocas intenciones, un poco deseo como para ir aguantando, tan lejos el ejercito y las armas, tan lejos las barracas, la vida de soldado, el desayuno caliente y el pan de cada día y atravesar Alemania en una noche, perder el sentido del lenguaje sumergido en otros idiomas, vivir en el límite del vacío, con la mirada siempre puesta en el más allá, una especie de infinito en el lugar del deseo, sin llegar a compartir nunca nada, la eterna nada de nadie en un destello de lluvias y de luces, en hoteles mal pagos Llevar el propio cuerpo como quien lleva un cadáver y la rosa extranjera, el mundo tan ajeno, la mujer como un cortinado o una lámpara que reposa sobre la mesa de luz, abrazando el encuentro a veces, perdiéndome en otros brazos, en un silencio lleno de mutilaciones, de heridas profundas como el tiempo, como la vieja calesita del consuelo, sin sentir más nada, solo empujando el viejo carro de las palabras, arrastrando las palabras como piedras que se arrastran, como viejas hendiduras que duelen en el plexo, un recorrido por el deseo de ser alguien al borde del camino como en las novelas de Kerouac creer que toda la sabiduría consiste en ser autosuficiente, llevar al extremo la supervivencia, vivir apenas como se puede con la inquietud de no poder ya mas.

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